Hamilton no cede con un Alonso mágico
La singular hora española establecida para el chapuzón en Interlagos podría dejar a más de uno atrancado en la siesta. El que se durmió fue un inglés, Jenson Button, que acompañado de su maquina de guerra, cuál teniente Rhodes en Iron Man, no logró atinar para colarse en Q2. Los problemas evidentes de su monoplaza convirtieron su sábado en una tarde depresiva de domingo. Le acompañarían en la condena: Magnussen, Wehrlein, Ocon, Ericsson y Nasr.
Hamilton y Rosberg se marcaban, como dos púgiles en el primer asalto. Las maneras de trazar ponían al segundo en el Mundial por delante del alemán, por lo menos en Q1 y Q2. Lewis volaba para una indudable primera línea plateada, con Ferrari y Red Bull promocionando parar ser los campeones morales… y mortales. Una rivalidad moderna que revive por momentos en la búsqueda del podio.
Los destellos mágicos de Alonso
El peligro de caer catatónico comenzaba a merodear ante la imaginable Q2. Despertamos al minuto de concluir. Nos sobresaltó el asturiano enfundado en su esqueleto oscuro. Abrimos los ojos y ahí estaba, séptimo, en una de esas vueltas que salen una vez en la vida. Porque nadie ajusta mejor su juguete que Tony Stark. Otro momento mágico obscurecido por la consecución de un resultado mediocre. El ocaso de un campeón afanoso, convicto entre normativas grotescas y un coche indolente. Fernando Alonso volvía a la Q3, el sitio del que nunca debería salir.
Carlos Sainz no pudo exprimir más el zumo de un monoplaza que parece el de Los Picapiedra: no tiene motor. Obsoletos, pelear por colarse en el top 10 era una quimera en Interlagos. Sin posibilidad el sábado, a soñar con algo más que tímido sirimiri en carrera. En la Q3 se volvieron a enzarzar a golpes en Mercedes: se acabó lo de marcar. El púgil más acertado volvió a ser Lewis Hamilton; a una décima Rosberg, y lejos, en territorio humano, Raikkonen, tercero.
Una foto atípica con Kimi, otra vieja gloria que se resiste a dejarse morir. Saludos varios, sonrisas forzadas y a pensar en los definitivos primeros metros. La poesía del siempre imprevisible circuito brasileño se pintaba de gris en la atmósfera y lánguido en sus gradas. Sólo quedaba abrazarse a una potencial carrera con gotas, fortuita, de locura, que ponga el Mundial, quién sabe, patas arriba.